domingo, 28 de diciembre de 2008

Felíz Navidad desde el cono sur

Estimados camaradas,
esta entrada simplemente pretende hacerles llegar mis recuerdos desde allende los mares en estos días tan entrañables de turrón, opíparas comidas, solemnes misas y desparrame existencial. Aprovecho la ocasión para felicitarles las fiestas y una muy buena entrada en el próximo 2009, el cual espero sea grande para los intereses de esta insigne comunidad.
Como marca la tradición entregar regalos a los seres queridos les hago ofrenda de un pequeño detalle en vídeo que he encontrado navegando por la infausta red:



Se que ustedes hubieran preferido un solemne escrito sobre la ontología de lo auténtico o un In Memoriam de algún relevante personaje de la historia. Me disculpo de antemano pero les invito al esparcimiento sano recordando e imaginando la gloría de nuestra nación.

Saludos hieráticos

domingo, 14 de diciembre de 2008

Aristocracia de espíritu


Arrebujados por la ebriedad de nuestras pláticas, hemos propuesto en diversas ocasiones la redacción de un manifiesto dogmático que convenga en un compendio de bases irrefutables por las que debería transitar El Partido, axiomas de la verdad intempestiva que los integrantes de nuestra hierática hermandad deberían asumir como imperativos existenciales. Siempre me había distanciado de tal empresa, pues considero que el carácter plural y las líneas seguidas por los camaradas, dentro de un hondo elitismo y común acuerdo entre iguales, son heterogéneas y disímiles en diversos puntos. Con todo, las divergencias pivotan en torno a aspectos accesorios y compartimos un leit motiv que une nuestra ignominia, ese código no escrito que armoniza nuestras voces. Por ello, propongo y convido a todos los cofrades, no sólo a los pocos que escribimos por aquí, a desplegar aquellos conceptos que agitan nuestro brío a-actual. Los Fundamentos de El Partido en su sentido lato, al margen de visiones subjetivas, los valores y nociones que diferencian nuestra apostura de la bobería prosaica del demócrata.

En el reducido I Congreso d.p.R., lamentando la ausencia de un pilar insustituible -pese a que su verbo yace entre sus semejantes-, se incitó al desarrollo de la propuesta planteada y las posibles nociones a tematizar. Sin gansadas y ejercicios de literatura barata presento el primer fundamento, espero, de un cómputo lo suficientemente completo para desembocar en la idea global de Intempestividad.


ARISTOCRACIA DE ESPÍRITU

Etimológicamente “aristocracia de espíritu” nace de la apostilla que los camaradas ubicamos invariablemente detrás del vocablo “aristocracia”, un puntilloso detalle que no sirve para dar pompa a un término maldito, empachado y prostituido, una anotación que no pretende justificar el uso de un clasismo fácil, sino significar un estado afamado de nuestras almas. Lo aristocrático remite a la sangre, a la herencia y a la perpetuación de la nobleza de linaje por los lazos de parentesco. Aristocracia sugiere un elitismo impuesto e impostado, una jerarquía fingida, un artificio del poderoso en su codicia de potestad, el ejercicio de control por ínfulas trivialmente megalómanas, la autoridad fáctica y espiritual adquirida por designios inasibles e irracionales que se sostienen en burdos discursos seudo místicos en los que Dios otorga el trono a una estirpe de virtud superior. Aristocracia hiede a mentira, a sistema de castas herméticas que reciben su ser de la común aceptación cedida por el peso de la tradición.

La importancia de la tradición es palmaria, la función de preservación y de significación cultural y espiritual que conlleva es un hecho incuestionable. Uno de los principales problemas de la posmodernidad es la desidentificación con el pasado y la dislocación de un sistema de valores que a modo de preceptos constituyan un marco cohesionado. Desamparo, individualismo descarnado, orfandad, vacuidad, relativismo eunuco, obviedades que integran una actualidad desubicada donde impera la ansiedad y la depresión, porque, al fin y al cabo, el pueblo necesita su soma, su religión, su dios genérico, su guarida, su cobijo, unos ideales colectivos que lo sitúen. Giordano Bruno, filósofo al que muchos miembros de El Partido respetamos, ponderó la importancia capital de una religión común como guía de la muchedumbre que no puede dar a sí misma una ley, que no puede guiar su espíritu hacia la virtud y la excelencia. Aquí reside la Aristocracia de espíritu, la capacidad individual de generar la propia nómon. La gruesa voluntad de sacrificarse y enfocarse a lo trascendente marca una jerarquía que discierne entre el ardor de unos y la apatía de otros.

El aristócrata de espíritu es aquél que abandona la ociosidad del plebeyo, la holgazanería del sumiso, la pereza del mediocre, la desidia del vulgar, la indiferencia del bienestar, la ataraxia del que no quiere sufrir y para ello evita la gloria. El aristócrata de espíritu es trágico y ve en el sacrificio la auténtica religión, el movimiento de renuncia que lo encumbrará. El sabio Rémora nos recordaba las acertadas palabras de Oswald Spengler, que podría ser el resumen de nuestros empeños y pretensiones, de nuestra perspectiva vital: “Quién bienestar sólo quiere, no merece vivir el presente”. Y es que la aristocracia de espíritu es el arrojo con el que desafiamos a una época y con la que nos distanciamos del presente para recaer en él con más ímpetu, el atrevimiento al rotular la insignificancia del conjunto y separaros de éste, el deseo de arraigar en el ostracismo y la incomprensión. La aristocracia de espíritu traza una línea entre aquellos que viven en su tiempo y lo acatan, pasan de puntillas, humildes, sencillos, callados, timoratos, y mueren tumbados, reconciliados con el mundo que no les ha herido, y entre aquellos que tan sólo su muerte es una reconciliación después de una batalla sangrienta y cruel en la que subes y bajas, pereces y resucitas: una experiencia aciaga de pugna en la que redimes tu espíritu y el ser del hombre.

Somos elitistas, no somos iguales y no lo queremos ser, deseamos el enfrentamiento, ansiamos la reyerta, nos regocijamos en la lucha, porque la confrontación con la realidad es nuestro manjar, la única forma digna de habitar en ella. Y allí podemos ser hipérboles y exageraciones, trasuntos inversos del sillón de un ciudadano, fantasmagorías falaces del devenir lineal de un chalet adosado, la intransigencia despreciable de ideas bellas de noble necedad, la ruin violencia que quiebra una apacible velada en el sofá, la intolerancia hacia derechos dictados por la lógica, el esputo de la irracionalidad, el vómito de un mundo empachado de mierda tibia. Ultrajamos la medianía, abrasamos lo comedido, rugimos bajo el fango. Queremos descender hasta lo insondable y ascender hasta la delicia, caer en el pecado y blandir la rectitud. Un aristócrata de espíritu debe estar dispuesto a ser degradado por el dictamen de la sensatez expelido por un pueblo dormido, pues sus sentencias son fruto de la indolencia; exonerado del seno de la igualdad democrática, pues la igualdad es una falacia; maldecido por el sentido común del pobre de espíritu, repudiado por la débil voz de la mayoría, ronca de chupar pollas de humo. Un gran camarada exclamaba que debemos regodearnos en las marismas del vicio para conocer la virtud, eso es parte del vaivén palpitante que sacude nuestras almas, el situarnos en otro ámbito de la existencia que nos diferencie, que nos permita errar, sangrar y herir, eximir el pecado de quién no desea vivir una vida plena para no temer y temblar. Y así llegaremos al Ser, sacrificando la comodidad y la tentación de un mundo de latón, enfrentándonos a nuestro tiempo para ser nuestro tiempo.
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Aprovecho para saludar a Rémora y le invito a que exponga sus episodios. No quisiera importunarlo con pérfidos mails y demás horteradas que lo apartan de su cometido.

Saludos elitistas,

Barclay de Tolly con sombrero de copa, capa y bastón

martes, 9 de diciembre de 2008

Aristofobia


Un fenómeno que parejo, acompaña al enseñoreamiento de la masa y de la barbarie que supone la democratización de la cultura, suele ser la prostitución del sentido. Henos pues, ante una herida carcomida, contaminada y progresivamente colonizada de ingente cantidad de pus. El pus del analfabetismo institucionalizado, de la doctrina del laicismo de liberación universal, en una vasta expresión del afrancesamiento más bajo, vulgar, depreciador y absolutamente de ganado.

Tópese con el animal electoral de turno, oigásele rumiar, gruñir, e incluso exhibir y hacer apología de sus derechos. El derecho a no ser, o la negación profunda del Ser? Egolatría pútridamente ensoberbizada, rancia subjetividad desmededida, evidencia a toda luz de mala crianza. Déjesele hablar-"hablar"- y en el desdichado cacareo descubrimos el vacío, su vocación oscilante entre parásito o burgués, su voluntad menguada, asfixiada ya por la propia pesadez de su barriga, su filisteísmo de crítica pre-fabricada. Adivinamos la brusquedad plebeya de sus movimientos, gestados entre la envidia, el materialismo, y la más ilegítima mendicidad, entre el hedonismo patológico... Tropezamos ante la caricaturización del mundo mientras ardemos en la tensión de una soledad necesaria, visionaria, que se pasea trapecista y abismal entre el nihilismo y la verdad, entre locura y virtud. Eso certifícanos pero, el haber alma, un alma que sufre, que desprecia, que abraza la belleza, un alma sobretodo, que dice No!

Rotundamente no a la aristofobia.


martes, 2 de diciembre de 2008

La manifestación del Espíritu en occidente - Segunda parte

La época de la apariencia de oscuridad es la época del don divino mostrado. Con el ocaso del paganismo y de las primeras grandes aspiraciones tecno-científicas, el Espíritu comienza su peregrinaje en la más excelsa de las expresiones materiales, la religión cristiana. Las cruzadas son el gran momento en el que los hombres viven y mueren por lo trascendente por encima de riquezas y especulaciones terrenales. El sacrificio y la sangre son la divisa principal de este momento histórico. Hierro y fuego son los versos de la poesía de la crueldad y el dolor. Con la pérdida de personajes directamente tocados por la divinidad como en la época del Cristo, de los césares y de la Grecia del mito, es necesaria una compensación en la cantidad de ofrendas. En la antigüedad el escaso gesto de Abraham en la entrega de su primogénito basta para dar lugar a la Fe. Siglos después miles y miles de seres humanos han de perecer para tratar de recrear pálidamente el necesario gesto y dar vida al Dogma.

Desde la muerte de Cristo y la anunciación del reino de los cielos se crea una tensión enorme en el seno de Occidente. Por un lado está la necesidad de expandir el mensaje emanado del Espíritu por boca de sus seguidores, y por otro lado está la creencia constante e inminente en el Apocalipsis que ha de dar lugar al juicio divino. Se empieza a generar el movimiento doble de adoración y sacrificio en el que todo gira entorno de la divinidad y el miedo. Lo sublime reaparece tras las invasiones bárbaras y la filosofía recupera su capacidad de habla en boca de infieles y judíos para luego poder ser cincelada en monasterios y abadías. El Espíritu vive en el sacrificio que se produce en la construcción de las magnas catedrales. Cada piedra esculpida, cada ladrillo amontonado se cementa con la sangre de los que dan sus vidas por la gloria divina. Por último apuntar que el pueblo vive vidas sencillas en idealizados campos donde labran las tradiciones que perdurarán por siglos. La impureza y el oprobio de la urbe aún no se puede vislumbrar enmedio de un clima brutalizado pero, de algún modo, aún natural.

Con el inicio del humanismo y las primeras migraciones del campo a las ciudades el auténtico Espíritu procede a uno de sus necesarios periodos de ocultación.