lunes, 21 de enero de 2008

Aristocracia y belleza

Estudiando el concepto de lo sublime concebido por Edmund Burke y aplicado conspicuamente por el maestro E. A. Poe me he topado de bruces, desprevenido en mi erudición indiferente, con la siguiente cavilación, osada y bravucona: "No tenemos aristocracia de sangre, y habiendo, por lo tanto -cosa natural e inevitable- fabricado para nuestro uso particular una aristocracia de dólares, la ostentación de la riqueza ha tenido que ocupar aquí el puesto y llenar las funciones del lujo nobiliario en los países monárquicos. Por una transición, fácil de comprender e igualmente fácil de prever, nos hemos visto conducidos a ahogar en la mera ostentación todas las nociones de buen gusto que pudiéramos poseer." Dicho pensamiento proferido por el eminente narrador romántico me ha sumido en un breve y virulento lapso en el que imprecisas reflexiones (algunas burdas, otras obvias y unas pocas relevantes) afloraban despiadadamente en mi cabeza, ya de por sí aturdida. El embeleso meditabundo se ha prolongado el tiempo pertinente para poder hilvanar con cierta coherencia algunos aspectos y consideraciones acerca de la estrecha relación mantenida entre arte y aristocracia, mostrada esta última como condición sine qua non de belleza. Y es que Poe creía férreamente en la aristocracia de sangre como única posibilidad, único y legítimo vínculo del hombre con lo bello del mismo modo en que, ulteriormente, el nacionalsocialismo la reivindicaría como condición de mística, de unión hombre-tierra, de trascendencia: "Sólo un líder carismático da legitimidad a una aristocracia de la sangre; y sólo si hay líder y aristocracia verdadera es lícito unir sangre y suelo. De aquí surge el "derecho hiperbóreo de conquista", que no se basa en la fuerza física sino en la pureza de sangre, en el derecho espiritual a reinar sobre pueblos degradados y sin Mística, quienes han perdido toda autoridad sobre el territorio que ocupan. Sin líder, sin Mística, sin aristocracia, el suelo no significa nada, es decir, nada espiritual, nada que apunte a la liberación material del Espíritu; en cambio sin estas condiciones el suelo significa mucho para el pasú, porque asociado masivamente, republicanamente, democráticamente, puede cumplir mejor el objetivo de su finalidad. Un ejemplo de todo esto nos lo ha brindado recientemente el Führer, cuando legitimó carismáticamente a la única aristocracia de sangre del siglo XX, es decir, a la SS, cuyos miembros, de haber contado con el tiempo suficiente, habrían otorgado un sentido trascendente a la relación del hombre con el suelo basado en un auténtico racismo hiperbóreo: espiritual, y no meramente biologicista."(Fundamentos de la Sabiduría Hiperbórea I¿¿??)


Quede de antemano elucidado que no me posiciono ni juzgo las palabras musitadas por Poe ni su relación lógica con ciertos preceptos nacionalsocialistas. El presente escrito es una mera reflexión intelectual, distante y fría; un ejercicio gimnástico-mental provocado por un capricho de mi mente despreocupada y con tendencia a evadirse. Tampoco quiero que se entienda como síntoma de debilidad, falta de agallas por defender ideas rancias y trasnochadas que tanto gusta exaltar por estos lares y que tan gratamente esgrimo en mis achaques intempestivos. Pretendía exhibir concisas pinceladas, mas, inexorablemente, debido a la vanidad inconsciente que me aduce a dar a lo expuesto una coherencia innecesaria y una forma florida, siempre acabo extendiéndome en demasía.


Zurcidos diseminados sobre belleza y aristocracia

En tiempos en los que la muerte del arte se contempla con flemática perspectiva, en tiempos en los que la música es opaca, la poesía ronca, cuando la pintura se torna en mercancía servil y su valor parece residir en la especulación mercantil que de ella se hace; cuando apenas se entrevé un horizonte al que acudir, cuando el arte se desdibuja y no se considera, cuando el vacío nos chilla y nos chirría la turbación, parece ser el momento propicio para mirar atrás. La esquizofrenia cultural y el nihilismo artístico permiten retomar la eterna pregunta sobre qué es la belleza, cual es su objeto, su manifestación, sobre que versa, a que se refiere, o incluso, si realmente es y significa algo. Cuando la tradición parece diluirse y el respeto por la herencia es objeto de mofa y chanza, se presenta ineludible dirigir la mirada hacia el pasado y su legado, prestar atención a las primeras disquisiciones estéticas sobre la naturaleza de nociones como lo bello y lo sublime, nociones que, hueras a día de hoy, colmaban vigorosas el sentido del arte del momento, otorgándole un ámbito en el que discurrir. Poe entrevió la belleza, supo provocar lo sublime y advirtió su salvaguarda en la aristocracia de sangre, su preservación en el derecho conferido por la tradición. Sin embargo, hoy en día la convulsiva democracia ha acarreado un arte democrático, una belleza democrática: ha diluido la potencia de lo sublime y la ha arrojado a los cerdos. La libertad ilustrada y la caída estulta en el relativismo conllevan igualmente un arte descontextualizado en el que su único ámbito es la nada. Es algo que sabemos sobradamente, el proselitismo del “todo vale” que mata despiadadamente a la fe, al patriotismo y demás valores, aniquila igualmente a la belleza, sujeta y conferida por la herencia, por el mimo delicado con el que la raigambre se encargaba de inmortalizarla. Pero la belleza ya no remite a una cosmovisión, el arte ya no significa o, más bien dicho, como apunta Adorno, significa la naedad. La belleza queda huérfana y lo que es aún peor, en manos del populacho, de la frivolidad y del antojo de lo plebeyo. No me extenderé más, pues la muerte del arte es un tema largamente abordado y discutido, del que como todo, todo el mundo opina y especula.


Lo cierto es que vislumbramos lo bello a partir de antiguas estructuras que se diluyen irremediablemente en los aciagos tiempos en que vivimos. La belleza permanece en la medida en que quedan resquicios de dignidad, reaccionarios baluartes que se niegan a aceptar un presente desvinculado y desvinculante. La capacidad de aprehensión de lo sublime viene conferida por mohosos valores vilipendiados: sin trascendencia, sin Ser, somos ciegos ante lo excelso. Esta trascendencia era transmitida antiguamente por la herencia sanguínea del poder, la cual suponía la herencia de un pasado que legitimaba al presente, la continuidad de un marco más o menos cambiante en cuyo interior residían las creencias, deberes y valores de un pueblo, esto es, en cuyo interior se hallaba el lazo y la unión del hombre con su entorno, en cuyo interior podíamos elevar nuestras almas ante la contemplación de lo sublime. Y es que la belleza debe estar enmarcada para ser desvelada, debe remitir a estructuras aprehendidas, adquiridas de nuestros ancestros, conocimientos apriorísticos insertados en el subconsciente del pueblo, una cosmovisión heredada. Hoy esta herencia agoniza indefectible, el progreso se encarga de liberar al hombre de antiguos prejuicios, supersticiones y creencias, de liberarse del bagaje que nos da sentido. Asimismo la belleza se erige sobre lo eterno, sobre lo supranatural, sobre el infinito ciclópeo, sobre la solemne bóveda estrellada, sobre aquello que nos excede, sobre Dios. Sin la idea de trascendencia y eternidad lo sublime queda desdibujado, vago, indefinido: ya no eleva las almas, pues no hay cielo al que orientarse.



Poe observó como la pérdida de prosapia desembocaba en una grotesca mueca. Como la disolución del linaje (entendido en un sentido lato) y de las estructuras encargadas de perpetuar la tradición se disipaban en dolosos ideales de progreso. Como la sangre se evaporaba en promesas de humo. Poe advirtió como la desarticulación del pasado (o su falta, en el caso norteamericano) no era más que la luxación del propio ser humano, la expropiación de su vehemencia.


De lo expuesto no se deriva que el arte y la belleza sean patrimonio exclusivo de una elite, pues el pueblo llano ha sido portador de manifestaciones sublimes, portavoz de lo bello y porteador de la tradición; mas un pueblo significado, vinculado, contextualizado por una herencia ejemplificada preclaramente en la aristocracia de sangre. La música celta, sefardita, árabe... muestran la expresión de un colectivo representado, la afirmación de valores adquiridos de antaño, la ubicación de la belleza en algún lugar. Pero hoy en día el pueblo está desmembrado y disgregado. No hay pueblo en sí mismo sino individuos uniformes, sin nacionalidad, raza y cultura: todos iguales e igualmente desvinculados, sin patrimonio. Tal vez hoy más que nunca podamos exclamar el pantoporos aporos. Tal vez hoy más que nunca debamos desear el retorno de un dios que nos permita amar. Tal vez hoy más que nunca debamos agradecer a los antiguos regimenes oscuros, totalitarios, fascistas y opresores el que todavía conservemos parte de su legado, parte de los prejuicios marchitos gracias a los cuales aún unos pocos se embriagan ante lo sublime; gracias a los cuales todavía podemos afirmar que hay hombres.

(Varios temas, especialmente aquellos estrictamente estéticos, se me quedan en el tintero, pero mejor ahorrarlos para otra ocasión. Finalmente el tono ha pecado de un ligero barniz apologético, pero que le vamos a hacer, el furor heroico del intempestivo no contempla medias tintas. Saludos enraizados camaradas)

4 comentarios:

Rémora dijo...

Salud camarada,
felicidades por su excelente artículo. Es brillante y presenta una redacción digna de un aristócrata del espíritu como es usted. Sus reflexiones son así mismo totalmente pertinentes y para nada falaces.
Ante tal verdad impuesta a los ojos solo me cabe pensar en que papel hemos de jugar, nosotros los escogidos, en los días que nos quedan, para tratar de recuperar ese espíritu perdido y las esencias de lo que el ser humano en algún momento fue.

Siempre intempestivos!

Barclay de Tolly dijo...

Con la indefectible vanidad del aristócrata asumo las galanuras y me regodeo al provenir éstas de un hombre cuya estirpe egregia está en extinción, un hombre erguido pese a las inclemencias de lo vigente.

Camarada, ante lo comentado por vuesa merced no puedo dejar de ser pesimista. Pesimista como vacuna ante la decepción que inundaría mi ser si confiase en la recuperación de “ese espíritu perdido” y maltrecho. Al reducto intempestivo de ilustre bravura que conforman nuestras almas solo le queda el hermetismo, el regocijarse ante la dilatada estulticia del exterior, el saberse “isla de salvaguarda” y preservar entre los nuestros aquello que amamos, legar a nuestro linaje los principios hieráticos con los que poder admirar la belleza, con los que poder trascender un mundo descompuesto: dar la inmortalidad a quien obtenga su derecho.

ayax dijo...

Saludos,
El diagnóstico que se esboza, es adecuado y certero, mas lo que se me antoja realmente crucial es nuestra obra, donde situamos nuestra vida, donde fecundamos nuestro oficio, y sobre que clase de principios nos justificamos como hombres. Si ahoga la mierda, no hay que darla cuartel.Espero con dicha el adviento de un soldado,en el lugar del pensador. No hay mayor honra que la que ocurre en el gesto,que es sordo a las palabras, y ciego de fe en el propio deber,pues por este deviene lo aristocrático. Un amigo común ya lo dijo: "En ti el tiempo es pleno"

Abiertamente cerrado, saludos

Anónimo dijo...

Hola, muy interesante el articulo, saludos desde Chile!