miércoles, 31 de octubre de 2007

INTRODUCCIÓN AL MAIKOLDFIELISMO (PARTE I)






Siento enormemente mi descuido para con este espacio de dignidad virtual, pero adustos menesteres me han mantenido ocupado, lánguido y carente del vigor necesario para perpetrar renglones de preclara sabiduría. Si hace poco incurría en la maltrecha idiosincrasia franchuta, hoy es momento de redactar una loa a lo puro y lo sublime. El camarada Áyax ya se ha encargado de adoctrinar a los pocos pero selectos lectores de este blog con eminentes palabras rezumantes de fundamento, por ello dejaré la parte ideológica en sus manos y me inmiscuiré, exclusivamente, en el dichoso campo de la estética, esto es, me cagaré en lo feo y alabaré lo excelso. Por ello, después de haber expulsado bilis sobre la drapeau tricolore y su puta madre, procederé a lamerle el miembro a un ente translógico que redime los pecados de los necios y conecta el alma de los dignos con Dios; un ser supremo y supremamente molongo que justifica la creación, vacía el absurdo y colma el vacío, da nombre a lo bello y significa a lo divino; beatífica encarnación de lo prodigioso, envidia de dioses. Aquel que nos ofrece una paraiso que no debemos desear, aquel que nos condena a ascender y rozar la sombra de la eternidad, aquel que después de elevarnos nos deja caer estruendosamente en nuestra corporalidad, en nuestra existencia singular en la que lloramos extasiados por no poder permanecer en lo alto. Aquel que nos otorga una porción de cielo, una intangible participación de lo sutil que no se deja encerrar. No os preocupéis, no se trata de ningún dictador con bigote, sino del altísimo Mike Oldfield, canto del Señor, armonía de la Trinidad.
Así pues, hoy limitaré mis palabras a la alabanza del genio en cuestión, mas habrá próximas entregas sobre su vida y obra. Sirvan las siguientes líneas como una introducción fenomenológico-escrotal al devenir idiosincrásico del plurimorfismo musical de don Michael Gordon Oldfield. Estar atentos y no os la toquéis.

Hablar de Mike Oldfield es más metafísico que estético y más religioso que metafísico: su inconmensurable grandeza requiere un acto de fe irracional que surge de las profundidades de nuestros espíritus, un deseo divino que nos sobrepasa y nos constituye, un inexplicable anhelo por lo sublime que se actualiza ante las simples notas tañidas en Ommadawn. La música de Mike Oldfield tan solo puede aprehenderse mediante aquella musa desdichada violada por las hordas de Hefesto, por nuestro funcionamiento más primario, aquello con lo cual percibimos despojado de toda estructura artificial, de todo concepto humano, de toda red metálica, los destellos de lo que nos sobrepasa.

El ámbito irracional es lo que nos capacita para escapar de la experiencia y del complejo esquema de relaciones que ordinariamente nos determina su estructura, logrando con ello un tipo de aprehensión tan alejada de la común que intentar comunicar su contenido supondría encontrar inicialmente una total incomprensión, pues como indica Goethe “el arte es mediador de lo inexpresable”. Es algo esencial que el sujeto no mire a Mike a través de las lentes de conceptos preexistentes (esos instrumentos de la razón originariamente forjados y a continuación utilizados para los intereses prácticos de la voluntad), solo así se habrá sobrepasado las formas del principio de razón suficiente y por lo tanto, la experiencia de su música no podrá ser descrita inteligiblemente según ellas. Y es que sus melodías solo atienden a los senderos de la irracionalidad, a ese oscuro Hades desprestigiado, al sinsentido, ahorcando al propio yo astillado de trivialidad, renovando su castidad divina, conciliándolo con el mundo, transportándolo al Valhalla en acordes dorados tañidos por Valkirias, en un desenfreno de éxtasis eufónico, rozando la locura. Y solo así llegaremos a comprender a Dios, dejando de ser huérfanos, apátridas.

La música de don Mike no puede comprenderse como una serie de notas caprichosas bordadas en papel, no son los complejos pentagramas lubricados en contrapuntos áureos, no son tampoco las toscas vibraciones matemáticas registradas en el aire por un magnetófono o un tímpano, ni siquiera se trata de la interpretación racional o emotiva que cada individuo construye desde su percepción. No es el universo que crea en nuestra alma, ni es lo que su creador quiso que fuese. “La música (de Mike) es la melodía cuyo texto es el mundo” (Chopethauer). No existe una versión absoluta, inamovible, inmutable… Su música es la cumbre del éxtasis, nuestra redención y a la vez nuestra perdición, nuestro motor, la explicación del dolor y la expiación momentánea de la medianía, un motivo para vivir, un punto intenso en la nada, una laguna que empapa de congoja y a su vez agasaja con un goce insólito: aquella delicia que nos hace sentir terriblemente mundanos. Ninguna otra música esta hecha de este material divino, ninguna puede llegar a los recovecos del espíritu en los que sus notas, sigilosas, vivas, sinuosas, penetran repentinamente robándonos el aliento. Su poder anida en su íntimo ser, en la imperiosa labor que lleva a cabo: representar la esencia del mismo mundo despojada del ardid de los estultos. Sus melodías nos transportan, nos enseñan, nos vacían, nos arrojan, socavan en nuestras vísceras, depositándose en nuestro corazón y mostrándonos el porqué de la magnificencia de la Providencia. Sus obras nos presentan la trama del mundo, la trama de nuestra vida particular. Una melodía igual y diferente para todos, al igual que la esencia del cosmos, una sola, objetivada en la máscara del espacio y tiempo como pluralidad. No se trata de un vehículo ni tan siquiera de una forma de comunicación que lleva conocimientos o sensaciones, esos conocimientos y sensaciones son su único humus, al igual que lo serían de cualquier otro ser, de nosotros mismos.

Mike Oldfield sobrepasa el tiempo, la historia, la humanidad y todo concepto o idea vociferada por el hombre. Se extiende en el todo y ante todo, en el estremecimiento que nos causa y, como Musset, me hace musitar ”es la música quien me ha hecho creer en Dios”. Nuestros esfuerzos son vacuos, su fuerza estará oculta aguardando nuestro despiste, cuando la razón baja la guardia, para asaltarnos y transportarnos a un fugaz deleite de comprensión, a ese lugar que sin saber llegamos y sin querer salimos, a aquel lugar donde somos puros, donde nacemos, gracias a lo cual vivimos. Y citando a Cioran, seguramente refiriéndose a Oldfield, termino apuntando que “sin la música la vida sería un error”

Barclay de Tolly os desea un grato puente con ganchitos y ruedas.

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